Por Carlos Lozada
Se dispersó un encuentro.
El 28 de mayo de 1985 fallecía en el estado Trujillo, Alfredo Pichardo. Hoy se cumplen 40 años de aquel día triste que aún duele en el alma de quien escribe. Cuando se siente uno bien en algún lugar, o con alguien; cuesta dispersar el encuentro. Nos encontramos ya teniendo él 69 años, había nacido en 1900 a la luz del siglo. Fueron 16 años de estar juntos, lo digo así porque no pasó ningún año sin disfrutarnos el uno al otro. Yo lo quería, y él a mí. Alfredo Pichardo fue un imperfecto perfecto para mí. Advierto que no seré objetivo al describirlo y contar parte de nuestra historia. Que sus fallas y errores, toque a otro hacerlo, a mí no.
Mi abuelo era de contextura media, de unos 1,75 m a 1,78 m de altura, blanco, de piel fina pero curtida por el trabajo. De facciones suaves, tenía un mentón definido, una nariz perfilada, pómulos que no sobresalían, grandes orejas (¿Para escucharme mejor?), bigote mostacho, una frente pronunciada que resaltaba aún más por su corte al ras que él mismo se hacia. Una voz señorial de autoridad, que quizás se acentuó con el pasar de los años. Manos grandes, caminar pausado, gestos firmes. Siempre bien rasurado. ¿Me falta describir sus ojos? Sí, lo que pasa es que eran para mí muy especiales y quise escribir unas letras apartes para ellos.
Sus ojos. Mi abuelo tenía los ojos muy bellos, de color miel, yo notaba como le cambiaba la tonalidad de acuerdo a la luz del día, Su mirada era profunda, meditada. Mi abuelo era un excelente observador. Me observaba sin que dirigiese la mirada hacia mí. Miraba a lo lejos y me hablaba. Si fijaba la vista, yo me alarmaba, venía una reflexión en sus palabras, una llamada de atención o alguna expresión de cariño que sólo él ha podido darme, a su manera y bajo su forma. En mis momentos de incertidumbre y dolor, cierro mis ojos y busco los suyos, encuentro la paz. Que ojos tan lindos.
Mi abuelo fumaba, era un fumador empedernido, pero lo hacia con clase y distinción. Grandes bocanadas, bien aspiradas, sostenidas y expulsadas. Formas distintas de humo se tejían a sus alrededor. Si fumar es un placer, mi abuelo supo disfrutarlo. Yo nunca pude fumar así, demasiado elegante era él, yo ni a los pies le llegué. Mi abuelo vestía a la usanza de aquellos años y de aquel lugar de Trujillo. Siempre con franelilla, nunca lo vi exhibir su torso, no le era algo agradable hacerlo. Un liquiliqui que le quedaba perfecto; ancho, no ajustado. Le recuerdo un reloj que poco usaba. En el «negocio», él era dueño de lo que llamaríamos ahora un miniabasto, andaba en jeans, marca LEE, le gustaban, no le conocí otros. De usar sombrero era sólo cuando salía a hacer su comercio en Valera, o para ir a su vega.
En su negocio mi abuelo tenía teléfono, el único en kilómetros a la redonda. Televisor a color, un buen radio donde se escuchaban las emisoras extranjeras. Todos los días le llegaba el periódico El Universal, era suscriptor de las revistas Bohemia y Resumen. A mi abuelo le gustaba leer. Que nadie osara interrumpir su lectura, ni siquiera el nieto. Hoy en día mi abuelo tendría conexión a internet, una laptop, un celular inteligente y fuera suscriptor de revistas digitales, no lo dudo.
¿La posición política de mi abuelo?, le vi una vez un carnet de la Cruzada Cívica Nacionalista (CCN) y luego otro del Frente Único Nacionalista (FUN), eso me hace entender que era un nacionalista perejimenista. Pero si se trata de ahondar más, yo creo que llegó a ser un conservador de fuertes convicciones éticas y morales. Mi abuelo era un comerciante nato, también fue productor agrícola, varios camiones de su propiedad, o sea, hasta transportista. Un empresario. Yo solo conocí la etapa del negocio y su vega. Tenía variedad de mercancía, él me decía: «Se vende lo que se tiene, no se vende lo que no hay». Quería decir con eso, que todo se vende, y tenía razón. Sombreros, alpargatas, perfumes, medicinas y hasta vestidos de noche para las damas, eso vendía mi abuelo. No faltaban las arvejas, las caraotas, los aguacates, los cambures manzanos, la leche, cuajadas… ya se me hizo agua la boca.
En el negocio se vendían cerveza y vinos, mi abuelo tenía la licencia, eso me permitió escuchar muchas conversaciones, conocer gente y venderme como el nieto de Alfredo, al que llamaban Carlitos. No bebían muchos allí, se mantenía el orden, y sin exagerar, iba a tomar gente especialmente en el lugar, les gustaba el ambiente.
Mi abuelo era un excelente conversador, si el tema era interesante, nada de hablar paja. Muchas veces yo escuché sus conversas con su amigo Juan Benítez. Yo callado, como debe ser. Llegaba el señor Juan en la tarde, luego aparecía Cabito, uno que otro día Espinoza, pasaba a saludar Mano Carlos o Mano Pedro. Y yo escucha, que escucha. Mi abuelo me decía: «No sea vano», «no sea llano» y «no sea pendejo», esas palabras me quedaron grabadas. En el negocio de mi abuelo no se hablaban chismes, no se criticaba a la gente y no se juzgaba a nadie. estaba prohibido, para eso habían otros lugares.
Alfredo Pichardo era de los que les gustaban las arvejas, las comía con mucho picante, arepa y migote de aguacate. No muy dado al arroz. Le encantaba la sardina con tomate y cebolla, además de la leche y la cuajada. Tenía sus horas fijas de comer, a menos que estuviera atendiendo a algún amigo que estaría jumo tomando.
Él me pesaba cada mes, si veía que variaba mi peso de un mes a otro y disminuía, enviaba comida a casa de mi abuela, y le mandaba a decir que: «Le diera comida a Carlitos, está flaco». Yo recuerdo cuando me llevaba a la vega, a buscar cambures o a inspeccionar cómo iba la siembra de caña. Nos llevaba el señor Sebastián Colmenares, en su Jeep Willys, por la quebrada de Miquimú hacia arriba. De los mejores viajes de mi vida. Me sentaba a su lado, el cortaba los cambures, me daba alguno para comer, me miraba, sonreía, yo era feliz, y de seguro que él también. Apenas observaba mi cabello algo largo, me mandaba a motilar. No le gustaba verme sucio, me regalaba alpargatas, sombreros para que andara por ahí, sin llevar mucho sol.
«Tome un fresco» «Coma pan» «Agarre dulce» «Coja cambures» Santo Dios, mi abuelo intuía mi gusto por comer. ¡Chucherías! Muchas, desde chocolates hasta conservas de guayaba, pasando por galletas y terminando con chicles. ¡Que rico abuelo! con eso me enamoraste y mi barriguita crecía y crecía. Son muchas mis historias con mi abuelo y poco el espacio, poco a poco las contaré.
Mi abuelo es mi modelo de hombre. Mi abuelo fue amor, enseñanza, la palabra clara, nunca me levantó la mano, no fue necesario. Supo advertirme de muchas cosas, que luego ya hombre me pasaron, y que no supe asumir, teniendo la respuesta en la reflexión, con solo cerrar los ojos y decir: «Hable abuelo, lo escucho». Ojalá hubiera tenido buen oído para escucharlo completo. Creo que mi abuelo notó como nadie, mis debilidades y temores, sé que él me ha acompañado a lo largo de la vida, siento su presencia, pero ahí está la lección no aprendida. Fue un ser de la autoridad, la responsabilidad consigo mismo y con otros, independiente, dueño de sus actos, amigo de sus amigos, quería a los suyos, los amó, aunque ellos no lo entendieran. Si algo puedo decir, es que mi abuelo quería que yo fuera un buen hombre. Lo intenté abuelo.
Lo amo abuelo, nunca se lo dije, siempre lo amaré. Hoy cumple usted 40 años de haberse despedido de mí, nos dispersamos por un tiempo, ya estaremos juntos abuelo. Si la eternidad me da la oportunidad de elegir en que momento quiero descansar en paz, que sea ese, el tiempo en que yo de 10 a 11 años estuve muchos días a su lado. Recuerdo sus últimas palabras, esas que me dijo usted apartándome a un lado de la gente, esas sólo usted y yo las sabemos. No le cumplí, lo siento mucho. Perdóneme, o ¿ya lo hizo?. Lléveme a comer cambures manzanos, mire que me gustan mucho y usted lo sabe, sabe tantas cosas de mí.
