Por Ing. Carlos Lozada

A veces me preguntan por qué sigo escribiendo. Por qué insisto en esta columna, semana tras semana, como si la palabra pudiera cambiar algo. Y aunque sé que no siempre transforma, sigo creyendo que puede iluminar. Que puede, al menos, abrir una rendija en la conciencia colectiva. Porque para mí, la palabra escrita es eso: un pequeño instrumento de transformación social. Pequeño, sí. Quizás hasta insignificante. Pero es mío. Y lo he asumido con responsabilidad.

Construir caminos justos y trascendentes para las futuras generaciones es, en mi visión, una tarea compartida. No es de unos pocos iluminados ni de quienes ostentan cargos. Es de todos. Sin excluir a nadie. La responsabilidad no se delega, se asume. Y en ese asumir, cada quien debe encontrar su forma de contribuir. La mía ha sido esta: escribir, imaginar, proponer, conectar.

No soy un político. No me veo en el papel del político oficioso, ni en el de quien vive de la política como si fuera un modo de vida. Para mí, la política es una circunstancia. Un espacio que transito con pragmatismo, buscando respuestas reales a los problemas de la gente. Respeto profundamente a quienes se involucran con vocación, pero me cuesta comprender a quienes hacen de ella su única identidad. Yo prefiero construir puentes entre lo tangible y lo posible. Entre lo que se necesita y lo que se puede hacer.

Como creador de contenidos, he recorrido este camino con la esperanza intacta. A mis 56 años, sigo creyendo que los sueños pueden convertirse en realidad. Que imaginar posibilidades no es ingenuo, sino necesario. Que la política de multiplicar el bien y practicar la venganza del perdón —como me enseñaron mis mentores, mis formadores, mis ex compañeros de la izquierda— sigue siendo una premisa válida. Una guía ética en medio del ruido.

No soy un ser espiritual, en el sentido tradicional. No me muevo por dogmas ni por revelaciones. Pero vivo con conciencia y profundidad. Vinculado al mundo y sus preocupaciones. A las necesidades concretas de la gente. Y en ese vínculo, trato de mantener el equilibrio. No es fácil. Los intereses económicos y políticos nos rodean, nos presionan, nos seducen. Pero mi racionalidad me recuerda lo esencial. Me ancla. Me permite vivir sin apegos ni materialismo a ultranza.

La maledicencia humana es inevitable, más aún en el ámbito político. ¿Cómo la enfrento? Con la palabra. Con mi espada y mi escudo. A través de ella defiendo mis ideas, mis valores, mis decisiones. Y sigo adelante. Porque esta lucha no es contra personas, sino contra la indiferencia, la injusticia, la resignación.

No escribo para ensalzar a los políticos. Escribo para conectar con las personas. Para decirles que todavía hay esperanza. Que podemos construir algo distinto. Que el futuro no está escrito, pero sí puede ser imaginado. Y que imaginarlo juntos es el primer paso para hacerlo posible.

Desde este trapiche, sigo moliendo ideas. Sigo creyendo. Sigo escribiendo.

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